Línea de Fuga

El futbol se ha convertido en una expresion de violencia social. Lo que antes era solo un juego hoy tiene visos de guerra de pandillas. Cansados de tanto abuso, los espectadores normales han dejado de asistir a los estadios por temor a estos desadaptados.

Fernando Betancourt
Fernando Betancourt
26 de May · 1327 palabras.
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🕘 Resumen

El autor del artículo se había comprometido a no volver a un Clásico de fútbol después de haber presenciado cómo le fracturaron las piernas al Vikingo con un bate de béisbol. Sin embargo, el partido del domingo era decisivo y rompió su promesa. Llegó temprano a la unidad deportiva y se reunió con otros miembros de la barra para dirigirse juntos al estadio, donde los perros de la policía revisaron minuciosamente sus pertenencias antes de permitirles ingresar. Una vez dentro, todos acogieron su entusiasmo contenido y empezaron a animar al equipo. La ansiedad y la emoción se palpaban en el aire, y el olor a mariguana y aguardiente impregnaban el ambiente. La terna arbitral fue recibida con silbatinas. Al final, el equipo ganó, y todos celebraron con euforia y alegría el pase a la final. El artículo refleja el ambiente de un Clásico de fútbol en América Latina, donde la pasión por el deporte puede llegar a niveles extremos, y la violencia fuera y dentro del campo es común.
Yo había jurado no volver a un Clásico de fútbol desde aquella tarde en que le fracturaron las piernas al Vikingo con un bate de béisbol, en las afueras del estadio Atanasio Girardot; sin embargo, el partido de ese domingo era decisivo, un empate nos servía para pasar a la final, en pos de la décima estrella. Entonces rompí la promesa. El ritual empezó temprano ese día indeleble. La trompeta, el papel picado, el cojín, la pancarta y la infaltable bandera para agitarla sin tregua. A las dos de la tarde llegué a la unidad deportiva. Allí me esperaban Caretrampa, Mateo y Pascual, el del bombo. Los cuatro pertenecemos a la gloriosa barra “Qué tiempos aquellos.” Después de cruzar el tercer anillo de seguridad nos dirigimos hacia el Sur. La aglomeración suscitada por los aficionados semejaba un enjambre; manchones verdes y rojos colmaban el espacio. Al cruzar la puerta de entrada al estadio, después de minuciosa requisa, los perros de la policía olfatearon hasta el fondillo de nuestros pantalones. En vez de un encuentro deportivo, más bien parecía un retén militar ubicado en la frontera de una ciudad recién conquistada. Más adelante, en el segundo piso, estaban las estaciones de radio. Mi gran sueño es poder ver, algún día, un partido de fútbol desde una cabina de éstas. Ya instalados en nuestro reducto, por fin dimos rienda suelta a la euforia reprimida.
- ¡Los vamos a golear! – decía uno.

- ¡Me conformo con la victoria, aunque sea por un gol! - decía otro.

- ¡Oeoeoeoeoeoa! – coreaban los demás.

- ¡La ola, la ola, la ola! – nos uníamos todos.

Por el altoparlante anunciaban la formación de los equipos. El recinto estaba repleto de gente. Un penetrante olor a mariguana impregnaba el aire. Furtivos vendedores de aguardiente exhibían las botellas por el falso pliegue de la chaqueta. - ¡Ejem!... Tomémonos un guaro para calmar los nervios… ¡Qué me estará mirando aquel doblehijueputa!
 La ansiedad nos hacía ver enemigos en todas partes. Cuando apareció la terna arbitral la silbatina fue descomunal. Después salió el Rey de Copas y la lluvia de serpentinas cubrió el campo; luego ingresaron los Diablos Rojos a la cancha. El frenesí se apoderó de nosotros: “¡Fuiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!” A las tres y treinta en punto el silbato dio inicio a los primeros cuarenta y cinco minutos; nuestras gargantas no daban más.

¡Oeoeoeoeoa! - vociferaban los presentes.
 El primer tiempo fue un verdadero desastre para el equipo local. Después de una pena máxima inexistente decretada por el central, el Pitufo de Ávila marcó el primer gol del partido, y en el minuto cuarenta, tras un error infame del arquero, lograron meter el segundo tanto.
 Nos fuimos para el entretiempo perdiendo dos a cero. Para entonces las miradas estaban cargadas de odio. El juez central debió ser escoltado por la policía hasta los camerinos. No obstante, era un resultado que aún se podía remontar. Todos confiábamos en la destreza del As argentino recién contratado.

- ¡Pssssss! ¡Pssssss! El de la garrafa..., sírvanos par tragos dobles porque esta goleada no la aguanta nadie a palo seco.
 Una vez más, la estridencia de los cánticos fue ensordecedora cuando asomó la divisa verde por la boca del túnel. Al llegar los oncenos al césped, quedamos desconcertados al ver que Aristizabal había salido del juego por un desgarro en el tendón de Aquiles, y en vez de reemplazarlo por el ariete argentino, colocaron a un suplente al cual no habíamos visto antes. De inmediato la fatalidad se apoderó de los fanáticos, quienes empezamos a proferir todo tipo de arengas:
 - ¡Preciso cuando vamos perdiendo le da al profe por dejar en el banquillo al mejor jugador del equipo! - dijo un fulano, enardecido.

- Si no ponen a jugar a los extranjeros que fichan, ¿entonces para qué los traen? – exclamó alguien, con los ojos inyectados.

- ¡Eso pasa por contratar técnicos de bajo perfil, dizque para ahorrar plata..., están jugando con nosotros, los hinchas! – manifestó un tercero.

Los ánimos se exacerbaban cada vez más. De repente: “¡Fuiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!”, comenzó el segundo tiempo. Todavía nos preguntábamos de dónde había salido el nuevo jugador, cuando cogió la pelota, y tras enredarse con ella, cayó a tierra.

- ¡Tronco! ¡Petardo! ¡Paquete! ¡Tullido! - le gritaban desde los cuatro puntos cardinales.

 Faltando veinte minutos para el final llegó el tercer gol del conjunto escarlata. Esto significaba el fin de toda esperanza. Prácticamente no había tiempo para descontar semejante marcador. Además, nuestro equipo se mostraba absolutamente desdibujado, había perdido la figura, ya ni siquiera se defendía.
  Repentinamente, un descamisado de piel curtida seguidor del cuadro de casa, burló el cordón de seguridad trazado por la autoridad, y con audaces fintas, llegó al terreno de juego para luego dirigirse como un poseso hacia al misterioso jugador. Aquel lunático iba con los puños en alto, decidido a darle una paliza al deportista en entredicho. Por suerte, fue neutralizado oportunamente por los integrantes del equipo contrario. En esta loca incursión se perdieron más de cinco minutos. El compromiso se reinició ahí mismo, pero esta vez la hinchada perdedora no posaba los ojos en el juego: ahora envolvían con mirada matrera a los que llevaban diferente camiseta. ¡Ayayay! Tras hondos suspiros, los aludidos sacaron punzantes leznas que traían ocultas en la suela del zapato, mientras otros rompían las graderías de cemento para arrojar los trozos de concreto como proyectiles a los sorprendidos oponentes; en un rincón distante, varios jóvenes alimentaban una hoguera con cintas de papel. Todo hacía presagiar un sangriento ataque, cuando se escuchó un alarido por el altavoz:
- ¡Gooooooooooooooool!
 Instintivamente, todos los asistentes entornamos los ojos hacia la cabina de audio, situada en la parte alta del escenario; poco después, vimos con asombro cómo el jugador cuestionado sacaba el balón de la red contraria, siendo a la postre felicitado efusivamente por los compañeros de escuadra. El corazón latía a prisa y la angustia obnubilaba la razón. Aún no había trascurrido un minuto cuando el mismo jugador, después de magistral pase del número 10, hizo el segundo gol de espectacular bolea. Tan solo faltaban dos minutos para terminar el partido; tres a dos ganaba el equipo escarlata. Los espectadores nos pusimos de pie en estruendoso silencio, a la par que el árbitro consultaba su cronómetro. De súbito, hubo un tiro de esquina a favor del verde, ¿a que no adivinan quién lo iba a cobrar? Nadie más ni nadie menos que el enigmático delantero ingresado para la etapa complementaria. De inmediato, la parcial roja entonó al unísono:
- Arbitro, faltan....10,9,8,7,6, 5,4,3,2,1.......

Después del cobro, la esférica se fue por encima del arco, parecía ir rumbo a las nubes, de repente hizo un giro de ciento ochenta grados y ¡Suaz!, se metió como por encanto en la portería.

- ¡Golygolygolygolygol!

¡Bendito sea Dios! Junto al desaforado grito de gol se escuchó el pitazo final.

 Posteriormente, durante el consabido intercambio de camisetas, el misterioso jugador fue rodeado por aficionados que se peleaban la prenda del nuevo ídolo. Al dejar su torso desnudo, de la espalda le brotaron dos enormes alas opalinas que batió sin cesar, y de un momento a otro, emprendió vuelo hacia el infinito.

 
























 

Fernando Betancourt Sarmiento

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